Me pregunte por qué si Dios es justicia no había hecho que los hombres seamos iguales.
Que tengamos los mismos dones y gracias.
Que dispongamos de las mismas circunstancias de la vida.
En ese momento vi a una tortuga caminar por sobre mis pies.
Y la pregunta se extendió a por qué a mi me había hecho hombre y a esa criatura un animal.
Que merito había hecho yo para merecer mi existencia.
Fue ahí cuando note que nada.
En ese instante vino a mi mente el recuerdo de las clases de medicina. Cuando las gametos se unen y forman la primera célula de un nuevo ser humano. En ese instante y por algunos días lo único que hacen es reproducirse a un nivel muy rápido y todas son iguales.
Y ahí lo note, es el hombre en ese instante una pelota de carne. Un cúmulo de células indiferenciadas. Una masa que no tiene posibilidad de subsistir por mucho tiempo en ese estado. Allí vi a los hombres en cada una de esas células y luego en todas las otras del cuerpo. Cada hombre es distinto y cada criatura es diferente. Todos y cada uno cumple su función y es irremplazable.
Ahí vi el orden establecido de la creación y por que la razón de las leyes y de los escalafones.
El hombre es hombre y no puede ser otra cosa que hombre. Y al negarnos a cumplir nuestra labor en la existencia rompemos la escala ya establecida. Es como si las neuronas quisieran ser células óseas. De golpe nuestro cerebro colapsaría ya que dejaría de cumplir su función y en vez de convertirse en huesos, cosa que nunca lograrían, se transformarían en un cáncer. O sea nuevamente un cúmulo de células indiferenciadas, que a diferencia de las primeras que son el principio de la vida, estas serian el fin de la misma.
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